domingo, 28 de octubre de 2012

Chantal Maillard

Todo remite a otra cosa. Estoy hecha de recuerdos. Soy ya más memoria que presente. Debe ser eso, la vejez: todo es reconocido; nada se ofrece puro. Cualquier impresión apela a otra, anterior, que se activa con tal fuerza que la actual se convierte en simple soporte del recuerdo.

Así también mi vida, en dos tiempos superpuestos, el antes y el ahora, el ahora con su sombra y su resonancia, sus ecos. ¿Cómo dar un paso, en esta ciudad, sin que algo resuene en la memoria? ¿Cómo leer el nombre de una calle sin oírlo pronunciar dentro de mí con el acento de una voz que no es la mía? ¿Cómo ver sin volver a ver? ¿Cómo caminar con mis pasos, ahora

Los lugares duermen durante nuestra ausencia, se inmovilizan. Los hallamos tal y como los dejamos y hay que atraerlos despacio hacia el ahora que somos, que hemos venido siendo mientras tanto. Es extraño encontrarse con la huella del gesto que hicimos entonces: en el bolígrafo que posamos en la mesa, la carta que dejamos sin abrir o el rastro de un objeto que desplazamos. Gestos que no tuvieron continuidad porque nos llevamos las manos a otro lugar y allí se entregaron a otros movimientos. Es extraño ver cómo ahora estas mismas manos recogen el bolígrafo, abren la carta y levantan los objetos con temor a que algo de aquello pudiera quebrárseles entre los dedos

No obstante, el ahora está hecho del antes. Volvemos a plegar en los mismos pliegues, y no basta recordar para alisar el tejido. A menudo, las hebras se cansan de tanto plegar. A veces, incluso, se rompen. El tejido, entonces, cede. Se vino abajo, decimos, en esos casos.
Cuando vuelvo al ahora, mi escritura se endereza, como si la inclinación determinase el movimiento de la ida, o el de la vuelta, es lo mismo, el de una fuga, siempre. Recta, en cambio, la atención se detiene y equilibra, ¿qué es lo que equilibra? No lo sé. Tal vez el ahora sea simplemente cuestión de equilibrio. El de la mente, atrás y adelante, adelante y atrás, el yo queriendo afianzarse. El yo se afianza en la doblez. Ha de poder reconocerse. Por eso vuelve atrás. Para decirse. Y se proyecta hacia adelante por lo mismo. La identidad del yo se forja con el doble.