jueves, 30 de septiembre de 2010

Crónicas de Doña Guillermina Anaya.

Para contar la historia de Doña Guillermina Anaya tendríamos que redefinir la historia de la mujer que en sí misma es otra y muchas, dueña de toda sensación que la rodea, mujer necesaria y refutada por los otros que encamina, ama y desmerita logros y cariños. Doña Guillermina Anaya acumula vivencias, sabe poner altares, tapetes y espinas. Sabe rezar y deletrear dolores ajenos, cuando murió su madre, Jesusita García, a la edad de 86 años, en el lecho de muerte, no la dejaba ir. Gritaba cada que su madre intentaba dar su último suspiro. No había llanto, sólo un imperativo: ¡Mamacita, usted todavía no se va!, asumiendo que se la llevaría la muerte o Dios cuando ella así lo decidiera. Tener la certeza de controlar y ser dueña de los suspiros de quienes nos rodean es una presunción que Doña Guillermina Anaya sabe y disfruta.

Cuando murió Jesusita García, yo tenía 10 años y recuerdo la imagen como si fuera de las pocas y únicas vivencias que marcaron mi infancia. Hay mujeres en la vida de otras mujeres que inician existencias, existencias que desbaratan y controlan, que encaminan y proyectan. Mujeres con la capacidad de delimitar emociones y monitorear cada acción incompetente ante ellas.

Esa noche de agosto, mientras Jesusita García se volvía un roble dentro de su alcoba, Doña Guillermina Anaya preparaba atole de avena. Me ordenó avisar sobre la muerte de su madre. Salí, acompañada de mi hermana. Ambas guardábamos un asustado silencio, más que por nuestro primer acercamiento a la muerte, nos asustaba y preocupa Doña Guillermina, su dolor la haría distinta. Pensábamos en su dolor y en la falta de llanto; en lo que nos pasaría al regresar, pensábamos en el atole de avena, en las órdenes, en la muerte, en un cadáver de roble, en la calle de noche, en tragar saliva y dar la noticia. ¿Qué torbellino sería nuevamente Doña Guillermina después de haber perdido a su madre? Ninguna decía nada pero nos conocíamos tan bien desde entonces que sólo nos tomamos de la mano y acatamos las órdenes. Caminando llegamos a cada casa, en el orden que ella lo indicó, diciendo lo que exactamente pidió que se dijera. Siempre tuve la impresión de que si no seguía sus ordenes al pie de la letra, de alguna manera lo sabría. Ella sabía todo, lo suponía todo, lo adivinaba todo, así que seguí sus indicaciones de la mano de mi hermana.

Cuando la primera mujer de una casa se reconoce así misma como el único engranaje para que el tiempo siempre esté a su favor, toda sensación suele ir más aprisa pero se percibe desde dentro muy lentamente. Doña Guillermina siempre ha tenido prisa de llegar a ningún lado, va moldeando cada paso para que la próxima iniciación de tiempo sea para ella y para nadie más. Se quita la edad y envidia el proceder de la juventud y la belleza. Pensar en ella es como detener y al mismo tiempo adelantar el pasado. Su fortaleza es rústica y auténtica. No sucumbe ante ninguna opinión. Habita nuestros pensamientos y nos conflictua el afecto. Es madre de siete hijos y mujer arrepentida de no haber sido madre de alguien más. Han pasado los años y yo sigo viéndola hacia arriba. Ella aniquiló mi iniciativa y mi necesidad de demostrarle afecto desde los 6 años. Sólo una vez se supo enamorada, a los 14 años conoció a Noé, un chico de cabello rizado y ojos chinos. Sé esa historia de memoria, cuando la cuenta es como si por unos instantes el alma se le ablandara y acudiera a aquél pasado que tanto anhela y que al retornarla a la realidad, se redescubre miserable e inconforme; siempre piensa que pudo ser de otra forma, que merecía otra cosa, que todo en su vida fue circunstancial. Doña Guillermina nunca ha aceptado el hecho de que al decidir asumimos también la responsabilidad de una vida o muchas. No habla del futuro. El presente es lo único que atraviesa su visión y su intelecto. El pasado es presente en ella. Al rememorar se transporta. Se sustrae a un pasado que convierte en una sensación presente. Revive sueños, deseos, odios, envidias y corajes. Todo lo que vivió es también el ahora. El presente es su pasado inconcluso.

Para contar la historia de Doña Guillermina Anaya tendría que redefinirme y confesar que mi pasado me impide llamarla y sentirla mi Abuela.


Pozo sin fondo

Cuando hace frío en el hueco del alma, todo se nos llena más despacio, todo aquello que es conciencia y experiencia es un pozo sin fondo. Doña Guillermina Anaya sin sospecharlo nos ha heredado esa percepción de sentirla y sentirnos con ella “hoyo sin fondo”. Mi primera sensación de saberme “hoyo sin fondo” fue cuando la escuché rezar.
Para mi abuela nada es suficiente, todo puede y debe ser más, no mejor, sólo más y más.
No era suficiente rezarle a Dios, no era suficiente ser buen hijo, buen padre, buen nieto, honesto y feliz. Habría que subir de rodillas el empedrado camino de la iglesia, entrar con las rodillas peladas hasta llegar al altar, donde particularmente, en esa iglesia, sentías un escalofrío intrínseco desde que sabías existía, recuerdo que tan sólo pensar en la sola existencia de esa iglesia me erizaba la piel. Y ahí estábamos, los nietos de Doña Guillermina Anaya, subiendo el empedrado camino entre risas, miedo, y piel erizada. Dios en ese tiempo para mí, era Doña Guillermina Anaya, se manifestaba a través de ella, de nosotros con ella. De sus sabias sentencias y castigos. Saber a alguien “hoyo sin fondo” no permite cerrar heridas, no permite dar, no permite retornar. Saber a alguien “hoyo sin fondo” es la prueba de que Dios existe. Doña Guillermina Anaya tiene y vive en un fondo de sensaciones iracundas, pensamientos tan arraigados y arrastrados que le impiden saber disfrutar. La vida le debe, el mismo Dios le debe, sus hijos le deben, sus nietos le deben, su difunto marido le quedo a deber.

Es así como nada le resulta suficiente. Nada auténtico ni mucho menos amoroso. Pero ella ama a sus hijos, sin duda, ama a sus nietos. Pero como es “hoyo sin fondo” esos hijos y esos nietos siempre le resultarán insuficientes, debimos ser otros nietos, mi madre debió ser otra hija, Dios debió ser otro Dios. Un Dios capaz de reconocerle sus sacrificios y necesidades. Dios es el gran “hoyo sin fondo”.

Todo en Doña Guillermina es un precipicio. Es una sensación de puente colgante. Yo, al hablar de ella me sé “pozo sin fondo.”


Casi muerta

Cuando la más pequeña de las nietas de Doña Guillermina Anaya conoció el dolor y la tragedia, todos sentimos sucumbir, como si el tiempo se hubiera detenido en ese sólo instante de la infancia.

La primera tragedia la recuerdo un tanto borrosa, no la presencié, sólo escuché la noticia: “Mi Nanis está en coma” gritó Doña Guillermina Anaya tomándonos del brazo a mi hermana y a mí y en un imperativo de cuerpo, así como un golpe al corazón nos hizo arrodillarnos frente al altar de la sala verde, estaba una imagen de la virgen de Guadalupe y un Cristo clavado. Mi hermana y yo quedamos en una pausa prolongada, ambas sabíamos algunos rezos pero no podíamos pronunciar palabra. Doña Guillermina en medio de nosotros comenzó a rezar. Yo volteaba a verla, como siempre, hacia arriba, veía mover sus labios pero no lograba escuchar lo que decía. Yo sólo pensaba en Nanis; en que no podía llorar; en que no me permitirían llorar para no dejar de rezar; pensaba en que todo era una mentira; en que Doña Guillermina jugaba con nosotras para que rezáramos, que sólo así rezaríamos, pero todo iba resultando muy enserio. ¡La Nanis estaba casi muerta!, eso era el “estar en coma” para los nietos de Doña Guillermina Anaya: casi muerta.

Cuando la más pequeña de los nietos de Doña Guillermina despertó, se hablaba de un “milagro.”Otra vez subimos el empedrado camino hacia la iglesia de rodillas para agradecer el milagro, ninguno de nosotros entendía bien de qué se trataba el milagro pero permanecimos a lado de Doña Guillermina Anaya todo el tiempo, nos decía que entre más rezáramos La Nanis se salvaría, a todas horas debíamos rezar. En ese tiempo podría decir que a todos nos invadió una tristeza, en mi caso, se acrecentaba cuando llegábamos a la iglesia y nuevamente no podía rezar, yo quería llorar. Extrañaba tanto a la Nanis, pero llorar ante los ojos de Doña Guillermina Anaya sería imperdonable. Conocimos por primera vez el sentimiento de culpa. Nos sentíamos culpables de no saber rezar adecuadamente, si no rezábamos la Nanis moriría.

La segunda tragedia fue cuando la Nanis dejó el hospital y logramos verla, queríamos abrazarla, jugar, pero no nos dejaban acercarnos. Vimos sus bracitos picados y morados a causa del suero y el medicamento. También vimos su limpia sonrisa, la Nanis había vuelto a la vida después de estar casi muerta y quería un helado, todos queríamos un helado, Doña Guillermina Anaya quería un helado. ¡Hay que celebrar el milagro! pronunció Doña Guillermina Anaya. Al cruzar la calle, en un segundo, vimos rodar a la Nanis muchos metros, la atropelló una motoneta amarilla. Quedamos congelados, en mi cabeza de inmediato comenzaron los rezos, apreté los ojos con fuerza y repetía una y otra vez: ¡que no esté casi muerta!, ¡que no esté casi muerta! A temprana edad desmentimos el primer milagro que nos fabricó Doña Guillermina Anaya. La Nanis volvió a estar en coma y a estar casi muerta. Nosotros volvimos a sucumbir y Doña Guillermina Anaya comenzó “La Manda.”


La Manda

¡Rapen a esa niña! ¡Vístanla con “las ropas” de Santa Carmelita!, yo se lo prometí porque me cumplió el milagro. Tres años duró La Manda.

La Nanis se vistió tres años con “las ropas” de Santa Carmelita y Doña Guillermina Anaya vigilaba que así fuera, revisaba su cabello y en cuanto crecía unos milímetros ordenaba: rápenla otra vez.

En ese momento, la primera vez que vimos a la Nanis disfrazada de Santa Carmelita, sentimos un fugaz aniquilamiento de nuestra infancia. Aprendimos a defender lo que no comprendíamos. La gente la observaba, los niños eran crueles y preguntaban sobre su ropa y su no-cabello. Sin dar explicaciones, la defendíamos, con todas nuestras fuerzas lográbamos que después de un tiempo su atuendo no importara. Cómo explicar de niño a niño que la Nanis vivía por un “puritito milagro.” Y que ni Dios ni la Virgen lo habían hecho, el milagro lo hizo Doña Guillermina Anaya, nuestra abuela; que gracias a ella La Nanis ya no estaba casi muerta.
¿Cómo explicarle a la Nanis que debía usar ese vestido café que le cubría desde el cuello hasta los tobillos, que cargaría esa cruz blanca en el centro del pecho y que no dejaría crecer su cabello durante tres años? Recuerdo claramente mi sensación y mi necesidad de reclamo, quería enfrentar a mi abuela, siempre quise decirle que a la Nanis nadie le preguntó, que nunca nos había hablado de Santa Carmelita, que ninguno de nosotros sabía quién era y en qué consistió aquel milagro.
Pero fui cobarde, aun sé que se lo debo a la Nanis, nunca pude preguntarle nada a Doña Guillermina Anaya, nunca he dejado de verla hacia arriba.

Me surgían tantas dudas, mi mente pensaba en La Nanis triste y sin cabello; en el estar casi muerta, en Santa Carmelita, en el milagro, en los niños crueles, en el reclamo, en la infancia aniquilada, en el empedrado camino hacia la iglesia, en mi cobardía; pensaba tantas cosas, preguntas que, veinte años después, siguen sin respuesta.
Recuerdo una de las primeras confusiones, experimenté, supongo, una contradicción religiosa; surgió cuando desperté de madrugada, escuche ruidos, lo habitual era que Doña Guillermina Anaya se encontrara lavando trastes o planchando, debieron ser las cuatro o cinco de la mañana. Bajé las escaleras, ella estaba en el comedor limpiando vitrinas, supe que era miércoles pues es cuando baja todas las fotos, todas las copas, todos los recuerditos de bodas y fiestas y limpia todas sus vitrinas. La observé largo rato trabajando, quise ayudar, platicar. Peo fui cobarde, permanecí escondida en la sala verde observando cada movimiento. Cuando terminó, ya estaba amaneciendo. Subió las escaleras y la seguí, entró al cuarto de Jesusa García, abrió el closet y tomo con sus manos la imagen en piedra de un señor gordo, semidesnudo al que le besaba la panza.
En un silencio apresurado volví a la cama. Otra vez pensaba en La Nanis triste y sin cabello; en el estar casi muerta, en Santa Carmelita, en el milagro, en los niños crueles, en el reclamo, en la infancia aniquilada, en el empedrado camino hacia la iglesia, en mi cobardía. Sin el valor de preguntarle quién o qué era esa imagen, baje las escaleras, brincando los últimos cuatro escalones me pare frente al enorme librero de su sala verde y traté de identificar en qué libro podría encontrar a ese señor gordo, semidesnudo al que mi abuela le besaba la panza. Tiempo después descubrí a Buda; descubrí a Doña Guillermina siendo muchas; descubrí la sonrisa limpia de La Nanis aun cuando la manda le fue impuesta. Veinte años después me atrevo a contar muchas infancias, muchos aniquilamientos y el reconocimiento de una manda: Doña Guillermina Anaya somos todas nosotras.

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