lunes, 11 de octubre de 2010

'Cuentos carnívoros', Bernard Quiriny

EL EPISCOPADO DE ARGENTINA

Entré al servicio del obispo de San Julián en 1939, poco después del deceso de mi esposo. Él había muerto con su socio en Tierra del Fuego, en un accidente aéreo, y me había dejado sola en Argentina, país cuyo idioma yo hablaba mal y donde no conocía a nadie. Como no tenía fortuna alguna, me vi en la obligación de encontrar trabajo. La proximidad de un hombre de Dios, había pensado al enterarme de que buscaban personal, me apaciguaría el alma y me ayudaría a superar la pena.

Me destinaron a las cocinas. La paga era modesta pero me daban alojamiento y comida; disponía de una habitación que compartía con Teresa, una cocinera chilena a quien jamás logré extraerle más de tres palabras seguidas. Al cabo de unas semanas enfermó una asistenta y me tocó a mí reemplazarla. Tendría que ordenar cada mañana la habitación del obispo, lo que me pareció un gran honor. El intendente, Morel, hizo especial hincapié en la obligación de respetar los horarios con la mayor exactitud; en ningún caso debería molestar a Su Excelencia; él no debería ni advertir mi presencia.

-Será usted invisible para él y sólo pasará en la habitación el tiempo imprescindible para cumplir con su labor. Ni un minuto más. -Precisó que nadie debía entrar allí más que yo y que debía devolver a su sitio todo objeto que me viera obligada a desplazar-. Lo ideal-concluyó-sería dar la impresión de que la habitación se ha hecho por arte de magia. -Y con una sonrisa, añadió-: O más bien por milagro.

Así me encontré cada mañana en la habitación de Su Excelencia. Era una gran pieza de paredes blancas, amueblada con sobriedad; había un escritorio con tapa de rollo, un armario y dos camas gemelas separadas por una mesita de noche con una lámpara de tulipa biselada. Hoy me asombra no haber reparado en el aspecto insólito de este arreglo: era evidente que una de las dos camas sobraba. Pero yo estaba demasiado absorta en mi misión para hacerme preguntas: podría haber encontrado un bar o una gramola sin sorprenderme especialmente. De todos modos, al cabo de unos días me di cuenta de que era extraño: ¿para qué necesitaba dos camas un servidor de Dios? No tardé en observar que Su Excelencia utilizaba tan pronto una como la otra. A veces, más raramente, estaban deshechas las dos. ¿Había que concluir que se levantaba a medianoche para cambiar de cama? Yo no sabía qué pensar. Tal vez sufriese de la espalda y lo remediara alternando entre dos colchones; tal vez fuese insomne y, antes que moverse interminablemente en una cama donde el descanso lo rehuía, prefería acostarse en la otra.

Por irrisorio que fuese, el misterio de las dos camas de Su Excelencia se transformó para mí en una diversión que me distraía de la monótona vida del obispado. Un día, conversando con Morel, no pude resistir las ganas de interrogarlo. Me lanzó tal mirada que lamenté haber sido curiosa: habríase dicho que estaba poniendo en duda el dogma de la Trinidad. Me despidió con un ademán de exasperación. Avergonzada, me retiré corriendo y traté de hacer olvidar mi insolencia trabajando sin parar hasta la noche.

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