miércoles, 26 de mayo de 2010

por GASTÓN BACHELARD

Cuando un alma sensible y culta recuerda sus esfuerzos
por trazar, según su propio destino intelectual, las
grandes líneas de la Razón, cuando estudia, por medio
de la memoria, la historia de su propia cultura, se
da cuenta de que en la base de sus certidumbres íntimas
queda aún el recuerdo de una ignorancia esencial.
En el reino del conocimiento mismo hay así una
falta original, la de tener un origen; la de perderse la
gloria de ser intemporal; la de no despertar siendo
uno mismo para permanecer como uno mismo, sino
esperar del mundo oscuro la lección de la luz.

¿En qué agua lustral encontraremos, no sólo la renovación
de la frescura racional, sino además el derecho
al regreso eterno del acto de Razón? ¿Qué Siloé
pondrá orden suficiente en nuestro espíritu para permitirnos
comprender el orden supremo de las cosas,
marcándonos con el signo de la Razón pura? ¿Qué
gracia divina nos dará el poder de acoplar el principio
del ser y el principio del pensamiento y, empezándonos
en verdad a nosotros mismos en un pensamiento
nuevo, el de retomar en nosotros, para nosotros y
sobre nuestro propio espíritu, la tarea del Creador?
Esa fuente de la juventud intelectual es la que, como
buen hechicero, busca Roupnel en todos los campos
del espíritu y del corazón. Tras él, poco hábiles por
nuestra parte en el manejo de la vara de avellano,
nosotros sin duda no encontraremos todas las aguas
vivas ni sentiremos todas las corrientes subterráneas
de un agua profunda. Pero al menos quisiéramos decir en qué puntos de Siloé recibimos los impulsos más
eficaces y qué temas enteramente nuevos aporta Roupnel
al filósofo que quiere meditar en los problemas del
tiempo y del instante, de la costumbre y de la vida.
Antes que nada, en esa obra arde un hogar secreto.
No sabemos lo que le da su calor ni su claridad. No podemos
determinar el momento en que el misterio se
aclaró lo suficiente para enunciarse como problema.
Mas, ¡qué importa! Provenga del sufrimiento o de la dicha,
todo hombre tiene en su vida esa hora de luz, la hora
en que de pronto comprende su propio mensaje, la
hora en que, aclarando la pasión, el conocimiento revela
a la vez las reglas y la monotonía del Destino, el
momento verdaderamente sintético en que, al dar conciencia
de lo irracional, el fracaso decisivo a pesar de todo
es el éxito del pensamiento. Allí se sitúa la diferencia
del conocimiento, la fluxión newtoniana que nos permite
apreciar cómo de la ignorancia surge el espíritu, la inflexión
del genio humano sobre la curva descrita por el
correr de la vida. El valor intelectual consiste en mantener
activo y vivo ese instante del conocimiento naciente,
de hacer de él la fuente sin cesar brotante de
nuestra intuición y de trazar, con la historia subjetiva
de nuestros errores y de nuestras faltas, el modelo objetivo
de una vida mejor y más luminosa. El valor de coherencia
de esa acción persistente de una intuición filosófica
oculta se siente de principio a fin en la obra de
Roupnel. Aunque el autor no nos muestre su origen, no
podemos equivocarnos sobre la unidad y la hondura de
su intuición. El lirismo que guía ese drama filosófico que
es Siloé es signo de su intimidad, pues, como escribe
Renán, 'lo que decimos de nosotros mismos siempre es
poesía".1 Por ser enteramente espontáneo, ese lirismo
ofrece una fuerza de persuasión que sin duda no podríamos
transportar a nuestro estudio. Habría que volver a
vivir el libro entero, seguirlo línea por línea para comprender
toda la claridad que le agrega su carácter estético.
Por lo demás, para leer convenientemente Siloé es
preciso darse cuenta de que es obra de un poeta, de un
psicólogo, de un historiador que aún niega ser filósofo
en el momento mismo en que su meditación solitaria
le entrega la más bella de las recompensas filosóficas:
la de orientar el alma y el espíritu hacia una intuición
original.
En los estudios siguientes, nuestra tarea principal
consistirá en arrojar luz sobre esa intuición nueva y
en mostrar su interés metafísico.
Antes de adentrarnos en nuestra exposición serán útiles
algunas observaciones para justificar el método
que hemos escogido.
Nuestra finalidad no es resumir el libro de Roupnel.
Siloé es un libro donde abundan el pensamiento y los
hechos. Más que resumirse, debería desarrollarse.
Mientras que las novelas de Roupnel están animadas
por una verdadera alegría del verbo, por una profusa
vida de las palabras y de los ritmos, es sorprendente que
Roupnel haya encontrado en Siloé la frase condensada,
recogida por entero en el fuego de la intuición.
Desde ese momento, nos pareció que, aquí, explicar
era explicitar. Por tanto, retomamos las intuiciones de
Siloé lo más cerca posible de su origen y nos esforzamos
por seguir en nosotros mismos la animación que
esas intuiciones podían dar a la meditación filosófica.
Durante varios meses hicimos el marco y el armazón
de nuestras construcciones. Por lo demás, una intuición
no se demuestra, sino que se experimenta. Y se
experimenta multiplicando o incluso modificando las condiciones de su uso.

Samuel Butler dice con razón:
"Si una verdad no es lo suficientemente sólida para
soportar que se le desnaturalice o se le maltrate, no es
de especie muy robusta".2 Por las deformaciones que
hemos hecho sufrir a las tesis de Roupnel tal vez se
pueda medir su verdadera fuerza. Por tanto, con entera
libertad nos hemos valido de las intuiciones de
Siloé y, finalmente, más que una exposición objetiva,
lo que ofrecemos aquí es nuestra experiencia del libro.
Sin embargo, si nuestros arabescos deforman demasiado
el dibujo de Roupnel, siempre será posible
restituir la unidad volviendo a la fuente misteriosa del
libro. Como trataremos de demostrar, en ella se hallará
siempre la misma intuición. Además, Roupnel nos
dice3 que el extraño título de su obra sólo tiene verdadera
inteligencia por sí mismo. ¿No es eso invitar al
lector a poner también en el umbral de su lectura, su
propia Siloé, el misterioso refugio de su personalidad?
Así se recibe de la obra una lección extrañamente
conmovedora y personal que confirma su unidad en
un nuevo plano. Digámoslo de una vez: Siloé es una
lección de soledad. Es la razón por la cual su intimidad
es tan profunda, es la razón por la que, más allá
de la dispersión de los capítulos y pese también al juego
demasiado holgado de nuestros comentarios, está
segura de conservar la unidad de su fuerza íntima.
Tomemos pues al punto las intuiciones rectoras sin
sujetarnos a seguir el orden del libro. Son esas intuiciones
las que nos darán las claves más cómodas para
abrir las perspectivas múltiples en que se desarrolla la
obra.

1 Souveiiiis d'enfance et de jeunesse, prefacio m.
2 Butler, La vie et Vhabitude, p. 17, trad. de Larbaud.
3 Siloé, p. 8.

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